A 50 años del golpe de Estado de Augusto Pinochet, abruma la incapacidad para enfrentar la fecha con unidad democrática y altura de miras. Se puede discutir y tener la opinión que se quiera acerca del Gobierno de Salvador Allende, de lo que pretendía, o de las causas de la crispación que sufría el país en 1973.
Se puede analizar lo ocurrido en el contexto de la Guerra Fría, una de cuyas batallas se libró en territorio chileno. Se puede debatir y discrepar sobre modelos económicos, sociales o políticos. La discusión es legítima y necesaria en cualquier país, más aún si ha vivido un quiebre tan profundo como Chile.
Lo que no debería estar a debate en esos mismos términos es el juicio histórico sobre el golpe y la dictadura militar, 50 años después. A menos que se acepte que asesinar, hacer desaparecer adversarios, torturar y pisotear el Estado de derecho es un recurso político como cualquier otro.
¿Basta que una crisis sea lo bastante virulenta para echar por la borda los fundamentos mismos de la convivencia? ¿Para justificar el terrorismo de Estado? La respuesta no es un asunto meramente político-ideológico, sino ético. No se trata de ser de izquierda o de derecha. Tiene que ver con el valor real que se asigna a la dignidad y la vida humana.
Las cosas por su nombre
Es necesario que se hable claro y no se intente disfrazar un golpe militar de "pronunciamiento”. Que no se califique de inevitable lo que debió evitarse. Que no se pretendan justificar los atropellos de los derechos esenciales con el argumento de una guerra que no fue tal.
Por lo demás, ni siquiera en las guerras -de por sí expresión de la barbarie apenas oculta bajo la quebradiza capa de barniz civilizatorio de nuestro tiempo-, es válido torturar y asesinar a los prisioneros, ya desarmados y a merced de sus captores. Eso se califica de crimen de guerra. Hasta para eso hay reglas dictadas por el derecho internacional.
La democracia es como la salud: cuando se tiene se la da por obvia y se maldicen sus debilidades, que pueden ser muchas. Pero cuando se pierde, ronda la muerte: la de la Justicia, de los derechos civiles, de la libertad de prensa y hasta la muerte literal de los disidentes. Le puede tocar a unos o a otros, según el signo de la dictadura. Nadie está a salvo, si no es al amparo del Estado de derecho.
Compromiso con la democracia
La convicción de que los derechos humanos están por encima de cualquier contienda política, por enconada que sea, obliga a denunciar y condenar sus violaciones, vengan de donde vengan. Nada las justifica. No todo es relativo.
Chile aún necesita imperiosamente ese consenso básico, para sanar y avanzar en la búsqueda de estructuras de mayor equidad.
El presidente Gabriel Boric y todos sus antecesores, incluyendo a Sebastián Piñera, firmaron un "Compromiso: por la democracia, siempre”. Es una señal esperanzadora en medio del ambiente enrarecido de este aniversario, en el que la derecha chilena ha preferido desmarcarse del Gobierno y emitir su propia declaración de adhesión a los derechos humanos. Es lamentable que desperdiciara esta oportunidad de sumarse.
Más allá de la discusión sobre las causas del golpe, abisma que siga habiendo sectores que se resisten a condenarlo, pese al historial de crímenes de la dictadura de Pinochet. Eso evidencia el peso y la necesidad concreta del compromiso suscrito por todos los expresidentes y el mandatario en funciones: proteger los principios civilizatorios de las amenazas autoritarias y trabajar para "hacer de la defensa y promoción de los derechos humanos un valor compartido por toda nuestra comunidad política y social, sin anteponer ideología alguna a su respeto incondicional”. Es lo imprescindible para que el "nunca más” sea un compromiso real y no solo un buen deseo que se esfume cuando otro temporal de grueso calibre vuelva a sacudir la historia.
(ms)