A propósito del Día del Libro
23 de abril de 2012“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos” (Jorge Luis Borges).
Leo esta frase borgeana y me acuerdo de la escena de “El principito” cuando el aviador se encuentra con este pequeño príncipe de rizos dorados. “Dibújame un cordero” le pidé él. El aviador piensa: “Cuando el misterio es demasiado grande, uno no se atreve a desobedecer”. Y quizás esa sea la idea que encierran estos cuadrados llenos de hojas y colmados por símbolos que sólo algunos se animan a descifrar. Símbolos, disfrazados de palabras, que esperan a cualquier Quijote cual si fueran dulcineas literarias que esperan a ser conquistadas. Lo misterioso encierra siempre una incógnita. “Esta es la caja, el cordero que tú quieres está dentro”, responde entonces el aviador ante la demanda del principito.
Los libros son “esa caja” donde está el “cordero”. La imaginación nos permite, si es que todavía no la hemos perdido en épocas de pragmatismo irracional, elegir ese cordero y darle vida, crearlo a nuestro antojo, acariciarlo y hasta forjar una relación de amistad. Porque los libros “son amigos que nunca decepcionan”, dijo una vez Thomas Carlyle.
Hay que dejar de lado ese temor reverencial a la institución del libro. Es simplemente “una cosa entre las cosas” y quien realmente le da entidad a esa cosa es el lector, ni más ni menos, que ese “hombre destinado a sus símbolos”.
Mutua dependencia
Desde una teoría estética adorniana se podría resumir en que todo objeto es tal hasta tanto haya un sujeto que funcione como receptor y productor, que lo aprecie y es ahí donde se produce la transformación y ese objeto pasa a ser una obra de arte. El libro es libro porque existe un lector, y el lector es lector porque existe un libro. Y quien quiera puede entrar en la discusión del huevo o la gallina. Me abstengo.
Más allá de estructuras intelectualoides, la relación planteada no es muy distinta que la de cualquier otra relación en el transcurso de la historia: amo-esclavo, señor feudal-siervo, empleador-empleado, acreedor-deudor. Y así existe también la del libro-lector. Con su parte fuerte y su parte débil pero que tanto una como la otra dependen recíprocamente.
Leer no es un club, no se lee para pertenecer a un grupo. La lectura es solitaria, aunque la soledad no siempre genera lectores. Si así fuera, y si leer nos haría ingresar en un club imaginario, intuyo que su frase en la puerta de ingreso bregaría las palabras de un tal Groucho Marx: “Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo”.
El libro como instrumento de conquista es una tesis poco abordada. En el plano literario, muchos personajes se han conocido por intermedio de la lectura de un mismo libro, de frases compartidas o de autores preferidos. En “El lector” de Bernhard Schlink , Michael enamora a Hanna mediante la lectura de fragmentos de Schiller, Goethe, Tolstoi.
Desde mi humilde lugar en este mundo, desde mi reducido campo de acción frente a esta computadora y desde que comprendí que los libros pueden cambiar tu vida; aconsejo a los que no hayan leído que lo hagan, a los que lo hacen que lo sigan haciendo y en este día que obsequien ese libro preferido y compartan esa experiencia sublime entre realidad y fantasía. Esa posibilidad de conversar con los hombres más ilustres de los siglos pasados, como decía Descartes. “No hay mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas”, según Emily Dickinson. Porque los libros son viajes económicos que te llevan por esos lugares inhóspitos de la realidad que a menudo se nos prohíbe.
No quisiera olvidarme de esos sujetos que fijan su atención y pasan horas frente a su fetiche literario: los lectores. Ustedes, en este momento. Ustedes que son tan iguales y heterogéneos, ustedes que tienen tantas aristas y personalidades como los libros. El lector “homo viator”, como hombre que viaja desde la primera página hasta la última. El lector “homo ludens” como hombre que juega con las piezas literarias. Y el lector “homo faber” que de repente se encuentra con que el relato terminó.
Autor: Tomás Paris
Editor: Enrique López