Algunos lo llaman el péndulo político, otros lo catalogan como los necesarios vaivenes ideológicos que impone la historia y no falta quienes lo comparen con un cachumbambé (o balancín) que hunde hoy a unos líderes partidistas en América Latina mientras eleva a otros. Poco importan las definiciones académicas o las etiquetas que acuñan los titulares de la prensa, cada vez se diferencian menos, en lo esencial, las oscilaciones ideológicas entre los gobiernos del continente.
Cuando Gabriel Boric llegó al poder en Chile, la Plaza de la Revolución de La Habana se frotó la manos. El régimen autoritario cubano creyó que en el mandatario suramericano iba a tener un fiel seguidor que aceptaría su política y silenciaría sus violaciones de derechos humanos. No ha sido así y, con el paso de los meses, el gobernante ha ido girando hacia el pragmatismo y posiciones de centro. Aunque desde el Palacio de la Moneda no se escucha una voz clara de condena a la represión en Cuba tampoco se oye un aplauso cómplice y sí se ve el dedo acusatorio que alza ante los desmanes del autócrata Daniel Ortega en Nicaragua.
El descalabro de Pedro Castillo en Perú también pone en entredicho la teoría de la oscilación ideológica en la región. Con una campaña que lo presentaba como un humilde maestro que iba a rescatar a las clases sociales más pobres del olvido, el oriundo de Puña terminó rodeándose de un gabinete que poco tenía que ver con su discurso inicial de izquierdas o con sus reivindicaciones proletarias. Acorralado entre su ineptitud y las complejidades de gobernar una nación tan disímil, prefirió huir hacia adelante y embarcarse en el ridículo de un golpe de estado fallido.
A Andrés Manuel López Obrador le toca otro tanto. Crítico declarado de la prensa, promotor de varias teorías de la conspiración o de falsedades que él intenta validar en sus soporíferas "mañaneras", el líder mexicano se mueve según la conveniencia entre el discurso que roza los clichés populistas y el oportunismo. Aunque en los foros internacionales pone el hombro junto a Pedro Castillo, la recién condenada Cristina Fernández de Kirchner o el impresentable Miguel Díaz-Canel, hacia el interior de su país juguetea con una retórica confusa que se dice y se desdice cada día. Es como un péndulo, que va y viene según convenga.
No se salva tampoco Nayib Bukele, camaleón de camaleones. Lo mismo se viste de "tuitero en jefe" que irrumpe con militares armados en el Congreso. Puede resultar hipnótico en sus discursos, moderno en su uso de las redes sociales y hasta innovador en sus propuestas para luchar contra el crimen organizado pero al final no pasa de ser el esperpéntico y muy conocido caudillo latinoamericano que cree que los ciudadanos debemos ser tratados como niños pequeños y castigados como si estuviéramos todavía en pañales.
Ante tanta decadencia política siempre puede quedar como ejemplo extremo el vergonzoso Nicolás Maduro. Torpe, incapaz y ridículo, el caudillo venezolano nos ayuda a comprender que no se trata de colores ideológicos ni de un dilema entre liberalismo versus socialismo. Nuestra región está enferma de autócratas o de aprendices de dictadores. Décadas después de haber sido publicados El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, El recurso del método de Alejo Carpentier o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, América Latina sigue siendo una región de mandatarios de caricatura, de líderes que producen más miedo o risa que admiración.
(ers)