¿Cualquiera puede matar?
9 de febrero de 2015¿Podría usted matar deliberadamente a otra persona? ¿Tomar rehenes y degollarlos? ¿Disparar con una ametralladora sobre hombres, mujeres y niños? Quienes han crecido en condiciones de paz, por lo general, no pueden ni imaginarse en estas situaciones. A la mayoría le parece impensable acudir a un arma sin más ni más, a sangre fría.
Incluso en caso de guerra, quienes no están entrenados, rechazan la idea de apuntar y disparar deliberadamente contra sus semejantes: Encuestas realizadas por el Ejército estadounidense al término de la Segunda Guerra Mundial mostraron que apenas la mitad de los soldados había apuntado a matar. En la actual generación de soldados, sin embargo, la tasa asciende al 95 por ciento. Para desmontar sus inhibiciones naturales se entrenan con simulaciones computarizadas.
“Comúnmente, las personas sanas se sienten fuertemente inhibidas de violentar a sus semejantes”, aclara el neurobiólogo Joachim Bauer. “El sistema de neuronas espejo en nuestro cerebro hace que el dolor que percibimos en otras personas sea también nuestro”, abunda el profesor de la Universidad de Friburgo. Estas neuronas espejo son células nerviosas que nos convierten en personas empáticas, compasivas.
No obstante, cualquiera que mire a su alrededor en el mundo, no solo encontrará empatía y compasión. Thomas Elbert, profesor de psicología clínica y neuropsicología en la Universidad de Constanza, ha visitado geografías en las que las personas parecen haber perdido la capacidad de sentir algo similar. Ha hablado con guerrilleros y niños soldados por cuyas manos han corrido incontables litros de sangre, combatientes para quienes el acto de matar es simplemente parte de la cotidianidad. Y si de algo está convencido es de que cualquiera de nosotros puede llegar a ser capaz de matar a otra persona.
“Euforia homicida”
“Hemos notado que, en regiones en guerra, grupos enteros de una escuela de un pueblo pueden ser secuestrados”, cuenta Elbert. “Un determinado porcentaje de los niños muere, pero casi todos los restantes se convierten en combatientes”, agrega. Uno puede sentir escalofríos de solo imaginar que se obliga a niños a matar. Pero aún más escalofriante resulta escuchar lo que esos niños le han confiado a Elbert: que matar les resulta estimulante, que les produce placer.
¿Reprimimos acaso todos un “instinto asesino” que en la guerra, liberado de toda presión civilizatoria, nos desborda? Thomas Elbert lo aclara con la metáfora de la llamada “euforia del corredor” (runner's high, en inglés), ese momento especial en las carreras de fondo cuando el cuerpo libera endorfinas –los opiáceos naturales del cerebro–, que acompañan el cansancio con una agradable sensación de bienestar: “Quien nunca ha corrido 20 kilómetros, nunca lo sentirá”, pero es una reacción biológica natural que todos podríamos llegar a sentir, aclara el científico. “Todos los que han acumulado experiencias de guerra describen esos estados de delirio, esa sensación prácticamente placentera después de haber matado”, asegura.
Traumas que producen daños cerebrales
No obstante, uno se pregunta: ¿Si existen inhibiciones en nuestro cerebro, si los seres humanos sanos no nacimos para matar, cómo podemos llegar a traspasar esa barrera? Hay explicaciones, terribles explicaciones que muestran cuán fuerte puede ser el efecto que causan sobre nuestro cerebro los actos de violencia que nos rodean.
Los niños soldados parecen estar sistemáticamente sometidos a traumas provocados por sus “entrenadores”: la violación de sus madres o la ejecución de miembros de sus familias frente a sus propios ojos, por ejemplo. El trauma hace que el cerebro desmonte las inhibiciones para matar. Se daña el llamado circuito frontolímbico, esa parte del cerebro que examina qué efecto producirán nuestras acciones sobre los demás y sobre nosotros mismos y que, normalmente, limita nuestras agresiones.
Ser traumatizado con violencia y convertido así, uno mismo, en asesino. Según Joachim Bauer, ese es también el proceso al que se someten, por ejemplo, quienes se unen a la milicia terrorista islamista Estado Islámico (EI), en Siria. “Para empezar existe un rito de iniciación, algún hecho brutal al que deben asistir”, aclara el neurobiólogo. “Entonces algo en el cerebro se rompe y llegamos al punto en que pueden surgir esos sentimientos similares a la euforia. Se trata de fenómenos psicopáticos, que pueden hallarse masivamente entre los niños soldados pero que no pertenecen al espectro del comportamiento corriente de una persona no traumatizada”, precisa.
Violencia en todas las culturas
¿Qué armas utilizan los combatientes? ¿Cómo se organizan para la guerra? Esos son aspectos que pueden variar parcialmente entre una y otra cultura. Sin embargo, en todo el mundo, existen sorprendentes semejanzas en relación con la forma en que se ejecuta la violencia, afirma Thomas Elbert: “En Uganda observé que las tropas rebeldes le cortaban la nariz a sus víctimas, las orejas, los labios. Y ví lo mismo en Afganistán. Cuando algo sobresale del cuerpo, se corta. Eso pasa en culturas muy diferentes”.
Los estudios de Elbert van más allá e investigan qué estímulos juegan un papel clave para provocar excesos de violencia. La sangre parece en estos casos llevar la voz cantante... ¿Y el olor a sangre? Elbert investigó en esta dirección y se topó con un increíble descubrimiento: Incluso la industria alimentaria utiliza el olor a sangre para que sus productos les parezcan más frescos a los consumidores. “Y eso no vale sólo para los embutidos, sino también, por ejemplo, para los hongos”, cuenta el investigador: “El olor a sangre parece ser percibido por las personas como algo agradable. O sea, los estímulos claves son los mismos”.
¿Se esconde entonces en nosotros un ave de rapiña? Por el momento, la neurociencia tiende a vernos más bien como seres pacíficos, al menos, mientras profundos traumas no nos conviertan en fríos asesinos.