Diez años después de su creación a nivel de jefes de Estado y de Gobierno, el Grupo de los 20 está claramente en decadencia como foro para resolver problemas globales. Establecido en 2008 como un recurso para regular los mercados financieros internacionales, en medio de una apabullante crisis mundial, es evidente que el formato del G20 ha envejecido. Y no es que sea incorrecta la idea de encontrar soluciones globales para los problemas globales, la dificultad es que muchos de los que se sientan a la mesa de negociaciones han perdido la voluntad política para conseguir estas respuestas. El aislamiento, el nacionalismo y el proteccionismo han aumentado después de la crisis financiera, supuestamente como consecuencia de la globalización rampante.
El líder de este movimiento es, sin duda, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, quien es reconocido por ser un deconstructivista declarado: alguien que quiere derribar el orden existente porque no cree que funcione a su favor; alguien que, simplemente, se inventa nuevas reglas solo válidas para sí mismo; alguien para quien lo único que cuenta es el éxito rápido y popular en casa, a quien no le importa en absoluto el resto del mundo. Pero Donald Trump, y este punto es crucial, no está solo.
Las cosas solo empeoran
El presidente ruso, el príncipe heredero saudí, el autócrata turco y el presidente chino no tienen mucho respeto por la ley y la justicia en la mesa del G20. Cada vez hay más representantes que se unen al club de "mi país primero". En México, un populista de izquierda acaba de asumir el cargo. En Brasil, un claro radical de derecha se mudará al palacio presidencial en enero. Estos cambios no son un buen augurio para la próxima cumbre del G20 en Osaka, Japón.
El G20 se está convirtiendo gradualmente en una lucha solitaria para la canciller alemana, el primer ministro canadiense, el presidente francés y los representantes de la UE, quienes sostuvieron la bandera del multilateralismo en Buenos Aires. Incluso dentro de la UE, el populismo y el aislacionismo se están extendiendo. Después del "brexit", el ejemplo más reciente de este cambio es el Gobierno populista en Italia.
Leyendo el delgado comunicado adoptado por los miembros del G20, parece que esta asamblea, que representa dos tercios de la humanidad, es poco más que una cáscara vacía. Es cierto que los líderes se comprometieron a reformar el sistema de comercio internacional. Pero mientras tanto, los miembros del G20 se imponen aranceles punitivos entre sí, en un intento por obtener un pedazo más grande del pastel económico global. Ciertamente, existe una gran brecha entre la teoría y la práctica.
¿Está cerca el final?
Trump podría acelerar la obsolecencia del G20, en cuya cumbre participó solo esporádicamente. Para su obsesivo asesor de seguridad, este foro, a pesar de ser este el único órgano regulador económicamente relevante a nivel mundial, es redundante. Al público y a los votantes en casa, si es que uno tiene algunos por los que preocuparse y a los que tomar en cuenta, es difícil explicarles para qué sirve el G20, mientras el número de groseros combatientes solitarios crece alrededor de esa mesa.
Hasta hoy, el G20 ni siquiera ha logrado cumplir su tarea original: regular la tributación global de las empresas digitales. En Buenos Aires, el tema de la equidad tributaria fue pospuesto, una vez más, por insistencia de Estados Unidos, hasta la cumbre que seguirá a la de Osaka, si es que para entonces aún hay cumbre. Degradar el G20 a nivel ministerial, como lo fue antes de 2008, o deshacerse de él por completo, sería una victoria para los nacionalistas. Quizás la cumbre continuará en los próximos años, pero el G20 podría fácilmente convertirse en un muerto viviente, uno que simplemente espera que en el corredor a que llegue el turno de su ejecución política.
(few/rml)
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