España 1914: la guerra de las palabras
23 de abril de 2014“Declarada, por desgracia, la guerra [...] el Gobierno de Su Majestad se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles”. Con estas palabras, La Gaceta de Madrid, por entonces boletín oficial del Estado, proclamaba la neutralidad española en la Primera Guerra Mundial el 7 de agosto de 1914, solo diez días después de declararse. Sin embargo, el país no quería ser neutral. De hecho, iba a ser testigo de una lucha entre los partidarios de uno y otro bando que tendría como campo de batalla las páginas de los periódicos.
“Podrá La Gaceta proclamar la neutralidad en esta lucha –decía en su primer editorial la revista Iberia –pero no puede permanecer en silencio lo que está por encima de La Gaceta: la inteligencia; el Estado será neutral, nosotros no. En este momento único, supremo, de la vida se podrá permanecer en silencio en el Tíbet, pero no en Cataluña”. Fundada en Barcelona al fragor de la contienda, es la misma revista en la que el escritor Ramón Pérez de Ayala publicaría su ‘Manifiesto de Adhesión a las Naciones Aliadas', firmado por intelectuales de la talla de José Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos, Valle Inclán, Gregorio Marañón o el músico Manuel de Falla.
Germanófilos y aliadófilos
Frente a Iberia, surgieron otras, como la revisata Germania, que defendían la entrada en la guerra en apoyo del bando alemán. Los grandes periódicos se alinearon a uno u otro lado o, como El Imparcial, haciendo honor a su nombre, desplegaron una amplia cobertura del conflicto dando cabida en sus páginas tanto a los llamados ‘germanófilos' como a los ‘aliadófilos'. “Más bien, habría que decir ‘francófilos' –nos aclara el catedrático de literatura Jorge Urrutia–, porque Francia significa para la España de la época la cultura, una cultura liberal, abierta, sin censura... Y los imperios centrales representaban el orden”.
Por lo tanto, los defensores del orden se ponen de un lado, el alemán, y los del liberalismo, del otro. ¿Neutrales? Los hubo, como Eugenio d'Ors, para quien la Primera Guerra Mundial fue una guerra civil entre europeos. Pero fueron una inmensa minoría, y siempre se les acusó de estar sirviendo encubiertamente a los intereses de Alemania.
Neutralidad forzosa
Según defendió el que posteriormente sería Presidente de la República durante la Guerra Civil Española, Manuel Azaña, la neutralidad oficial española fue una “neutralidad forzosa, impuesta por nuestra indefensión, nuestra carencia absoluta de medios militares capaces de medirse con los ejércitos europeos”. Lo hizo en un discurso pronunciado el 25 de mayo de 1917 en el Ateneo de Madrid y, a pesar del título (‘Los motivos de la germanofilia'), siempre fue un convencido defensor de los Aliados.
Como nos confirma Felipe Debasa, profesor de relaciones internacionales especializado en historia militar: “El ejército estaba anticuado y con muy poco armamento, la armada apenas tenía efectivos y naves, y el cuadro de oficiales se encontraba ampliamente sobredimensionado. No obstante la mayoría de la oficialidad se identificaba con Alemania, al igual que los efectivos más jóvenes, a los que deslumbraba la marcialidad prusiana”. En la época se decía de Prusia que no era un Estado con ejército, sino un ejército con Estado.
A pesar de la neutralidad, el comercio en España creció merced a la guerra. Hubo por vez primera balanzas de pago positivas y se reunieron importantes reservas de oro. La bonanza económica, sin embargo, terminó con la guerra. Y no llegó a notarse entre la población, que vivió grandes alzas de precios. Las industrias textiles y siderúrgicas de Cataluña y del País Vasco, por ejemplo, sí vivieron un fuerte impulso. Y, como nos aclara el profesor Debasa, “también la industria de armamento, principalmente el ligero, con la fabricación de pistolas y fusiles que fueron a parar especialmente al bando aliado”. España se convirtió en un nido de espías, en parte para neutralizar ese comercio.
Intelectuales en armas
Todos los grandes autores españoles participaron en la guerra de propaganda. Algunos, por mera casualidad. Por ejemplo, Agustí Calvet Pascual «Gaziel», uno de los periodistas españoles más destacados de todo el siglo veinte. El inicio de la guerra lo sorprendió completando sus estudios en París. El inmediato éxito editorial de sus diarios, publicados tras su vuelta a Barcelona en el periódico La Vanguardia (que todavía existe y del que se acabaría convirtiendo en director), le hizo abandonar un prometedor futuro como filósofo para dedicarse a una no menos prometedora carrera periodística.
Una de las cosas que más impresionó a Gaziel en sus días de París al inicio de la guerra fue que intelectuales como Edmond Rostand (autor de la novela ‘Cyrano de Bergerac'), Maurice Bàrres y Pierre Loti se implicaran en la lucha o, directamente, corrieran a alistarse. En el bando alemán, aunque él no podía saberlo, también. Y no solo, como los del famoso Manifiesto de los 93 (impulsado por todo un mito para la izquierda europea como Gerhart Hauptmann), firmando adhesiones. También empuñando las armas. Por ejemplo Ludwig Wittgenstein, el filósofo más determinante del siglo veinte. O su hermano Paul, pianista, héroe condecorado que perdió un brazo en el frente. A pesar de eso siguió tocando tras la guerra, con una sola mano, como concertista profesional de éxito.
Mujeres en el frente
También quiso la casualidad que Carmen de Burgos, la que fuera la primera mujer en España en publicar de forma esporádica crónicas de guerra, la de Marruecos, bajo el seudónimo Colombine, estuviera de viaje por el norte de Alemania cuando estalló la contienda. Así, pudo también enviar algunos artículos al hoy desaparecido Diario Universal. O que la ya entonces relativamente conocida autora Sofía Casanova, casada con un diplomático polaco, estuviera en Varsovia y se convirtiera en la primera corresponsal de guerra española al ser contratada por el diario ABC (que todavía es el principal periódico monárquico del país).
Sin embargo, en la mayoría de los casos no fue por casualidad: los periódicos españoles, de uno y otro bando, reclutaron a los mejores escritores de la época para que cubrieran la Gran Guerra. Todos se adscribieron a uno u otro bando y los defendieron o atacaron desde sus escritos. “Pero no nos olvidemos: van a escribir sobre la guerra, entre otras cosas, porque los servicios de propaganda de uno y otro lado del frente, los invitan”, recalca Urrutia. Quien nos recuerda que “la Primera Guerra Mundial fue una guerra antigua hecha con armamento moderno”… también en el plano propagandístico.
La historia en el espejo
Como dijo muy gráficamente Marshall McLuhan, miramos el pasado a través del espejo retrovisor. Hoy parece que los principales intelectuales españoles apoyaron la causa aliada, pero esa percepción no refleja la realidad. El Nobel de Literatura de 1922, Jacinto Benavente, fue profundamente germanófilo, lo que se puede ver en su manifiesto ‘Amistad Hispano-Germana' publicado en el periódico La Tribuna. Vázquez de Mella y Pío Baroja, que rehusó la invitación alemana a visitar el frente por sus compromisos literarios, son otros ejemplos.
O el casi olvidado Ricardo León, autor del libro “Europa trágica” y ya entonces un ilustre académico, que cubrió desde el frente alemán la guerra para el diario El Imparcial. “Pero a Ricardo León se lo olvida no por ser germanófilo –protesta Urrutia–, sino porque es un postsimbolista que plantea el retorno del Imperio Español, reivindicando la dinastía de los Austrias (la Casa de Habsburgo, emperadores de España y de Alemania durante los siglos XVI y XVII] frente a los Borbones [la dinastía actual, de origen francés)… y lo hace incluso desde un punto de vista estilístico; los lectores le rechazan no por sus opiniones políticas, sino porque es una antigualla”.
Ricardo León, a la sombra de las águilas
Parece que en él estaba pensando Azaña cuando hablaba, en el ya citado discurso, “de esos despiadados germanizantes que pretenden no solo explicar, sino justificar el hecho de la guerra en nombre de no sé qué pretendidas leyes del proceso histórico”. No es de extrañar el calificativo de “despiadados”, teniendo en cuenta que León había escrito, cosas como esta: “Quizás una sangría era remedio necesario a tan terrible congestión, tal vez para que el mundo no se asfixie en un ambiente de industrialismo y de prosa viene la bárbara poesía de la guerra a confundir estas ambiciosas torres de Babel, a imponer a los hombres un sentido más claro y recto de la vida, una cultura más humana, más generosa y espiritual” (artículo ‘A la sombra de las águilas', El Imparcial, 18 de agosto de 1916).
Sin embargo, Ricardo León, que cubría la guerra desde Berlín, fue al frente en busca de esos héroes “cuyas hazañas están pidiendo un Homero que las cante” y volvió de las trincheras cambiado. No encontró épica, sino, según publicó menos de un mes después, “un indefinible estupor, una cansada tristeza, bien diferentes del ardor épico y sublime que de tan fiero espectáculo se aguarda”. La guerra era muy diferente cuando se la miraba de cerca, sobre el terreno, en vez de sobre el papel.