La recusación contra Rousseff no es la solución a la crisis
15 de marzo de 2015Cientos de miles de personas salieron a las calles de participar en las manifestaciones convocadas para este domingo (15.03.2015) por diversas organizaciones en decenas de ciudades de Brasil y del extranjero. El objetivo de la mayoría: la suspensión de la presidenta, acusándola de haber participado en la trama de corrupción de Petrobras.
Y no puede ser coincidencia la elección de esta fecha para ejercer este precioso derecho garantizado por la Constitución, ya que tal día como hoy de hace treinta años arrancó, después de la invesdura de José Sarney como presidente en 1985, nuestra joven democracia.
Juntos, los tres mayores grupos organizadores de las protestas tienen poco más de un millón de seguidores en Facebook. Pero en los días previos a las manifestaciones fueron ganando atención. Precisamente por ser producto de las redes sociales y provenir de diversos sectores de la sociedad, en principio, diferenciados e independientes de los partidos políticos.
En seguida, los políticos de la oposición se apresuraron a rechazar las protestas. Por no provocar "una profundización en el caos", en palabras de Marina Silva. O por ser comparables a una bomba atómica: "Son para disuadir, no para usarlas", como polemizó Henrique Cardoso.
El hecho es que la demanda clave de los manifestantes deja un sabor amargo precisamente en esta fecha simbólica. Al centrarse sólo en las críticas contra Dilma Rousseff, muestran que poco o nada entienden el sistema político. Y sugerir que la solución a la corrupción endémica es un juicio político contra ella, evidencian su escaso conocimiento del sistema político democrático de su país
No es que no haya motivos para protestar. Los brasileños tienen toda la razón al pensar que se está desperdiciando el enorme potencial del país. Brasil es uno de los mayores exportadores de alimentos, pero no puede eliminar el hambre. Tiene un territorio de dimensiones envidiables, pero es incapaz de realizar reforma agraria alguna. Cuenta con grandes reservas de petróleo, pero la reputación de Petrobras, la empresa estatal que las gestiona, se derrumba. Tiene algunas de las mayores cuencas fluviales del mundo, pero carece de agua en los centros urbanos. Minorías, como las de los indígenas o los homosexuales, luchan por unas garantías básicas de sus derechos. Obras imprescindibles para garantizar las infraestructuras nacionales son interrumpidas o ni siquiera salen del papel.
Sobre este escenario se extiende todavía, como una sombra, el nuevo moralismo, que carga el debate político con discursos del odio, impulsados, entre otros, por el avance de facciones religiosas intolerantes y las carencias del sistema educativo. Y la corrupción… siempre la corrupción.
Ahora, apuntar como único culpable de la corrupción generalizada hacia un Gobierno y su presidenta, o es de una enorme ingenuidad política, o es parte de un juego sucio condenable y, además, perjudicial para el desarrollo de la democracia brasileña. Pues es en el Legislativo donde están los principales acusados en la trama de corrupción. ¿Por qué no son también blanco de las críticas?
Por lo tanto, sólo hay una respuesta: Dilma Rousseff ganó las elecciones libres y directas. Y no hay ninguna evidencia de que haya cometido irregularidades o de que se haya enriquecido ilegalmente. Esto no quiere decir que el votante deba agachar la cabeza y aceptar el incumplimiento de muchas de las promesas electorales que hizo durante la campaña para su reelección. Está más que justificado que se quieran tomar las calles para exigir lo que se nos vendió como su programa de gobierno.
Sin embargo, lo que me parece el objetivo oculto de estas protestas es revertir el resultado de las recientes elecciones. Y no es para eso para lo que existe el recurso del 'impeachment', del jucio político, de la recusación. Dilma merece un respeto, como presidenta electa.
No olvidemos que si hoy todo el mundo puede salir a las calles a protestar pacíficamente, es porque muchos valientes, como la propia Dilma Rousseff, lucharon por el fin de la dictadura militar. Recurrir a una acción tan drástica, desestabilizando las estructuras democráticas y, en última instancia, pudiendo incluso exponer al país de nuevo a los riesgos de un golpe de Estado, es un acto irresponsable, ya sea por convicción o por mera ingenuidad política.