Perú y el fracaso de la democracia sin instituciones
16 de noviembre de 2020¿Era necesario este caos? Perú, uno de los países más castigados por la pandemia en el mundo, se ha quedado sin presidente a cinco meses de sus próximas elecciones. Dos jóvenes han muerto durante la violenta represión de las protestas que siguieron a la destitución de Martín Vizcarra la semana pasada, y decenas de personas han resultado heridas. El fugaz presidente interino, Manuel Marino, ya renunció el cargo tras apenas cinco días, pero la crisis política continúa en marcha.
El daño es enorme y ya está hecho, independientemente de si el Congreso – el detonador del caos – consigue un acuerdo para designar a un presidente encargado hasta las elecciones de abril o de si el Tribunal Constitucional abre la puerta incluso para el regreso de Vizcarra en los próximos días.
El caos era evitable. Y que todo haya ocurrido de esta manera es una lección de cómo el fracaso de un país para construir instituciones democráticas estables puede poner en juego todo lo alcanzado durante dos décadas de crecimiento. Y de cómo el éxito económico no basta si los ciudadanos dejan que la política caiga en manos de bribones.
Intereses corruptos
La destitución de Vizcarra se justificó con acusaciones de corrupción aún pendientes de investigación. Pese a que aún no hay una acusación formal, el Parlamento sustituyó a Vizcarra por Manuel Merino, un político casi desconocido y evidentemente movido por las ansias de colgarse la banda presidencial. Costase lo que costase.
Pero detrás de las ambiciones personales de Merino también hay otros factores. Lo revela el hecho de que más de 60 de los congresistas que votaron a favor de la destitución de Vizcarra están acusados ellos mismos de corrupción. O que entre ellos haya también interesados en que no salga adelante una reforma universitaria, por ejemplo, que podría acabar con la proliferación de centros de estudios de baja calidad con los que muchos de ellos han hecho fortuna. Empresarios mediocres defendiendo sus ingresos.
Todo eso no disculpa a Vizcarra, que deberá responder ante la Justicia por las acusaciones de que aceptó sobornos en la concesión de obras públicas cuando era gobernador de Moquegua entre 2011 y 2014. Que así pueda haber sido sería casi la confirmación de una triste tradición peruana de las últimas dos décadas.
Porque el verdadero problema de Perú es un fallo sistémico que ha permitido que todo tipo de intereses corruptos se hayan instalado a sus anchas en las élites políticas. Tras el fin del régimen autoritario de Alberto Fujimori en el año 2000, Perú entró en un periodo de robusto crecimiento económico. Pero esa bonanza no se tradujo nunca en la construcción de instituciones democráticas sólidas.
Hasta hoy siguen sin existir verdaderos partidos políticos. En cada elección presidencial se forman alianzas variopintas y a menudo contradictorias, que saltan por los aires al poco tiempo y que dejan paso a coaliciones cada vez más absurdas. Gracias a ellas es que en los últimos años el Congreso se ha poblado de personajes turbios: empresarios corruptos y embusteros profesionales, incluso granujas de poca monta y buscavidas interesados solo en encontrar una forma fácil de ganarse el sustento. Sin convicciones políticas, ya sea de derecha o izquierda, y mucho menos vocación de servicio público. Salvo honrosas excepciones, el Congreso peruano es hoy una muestra de cómo puede degenerar la vida política de un país si sus ciudadanos no se interesan por ella.
Apatía del electorado
Porque esto ha ocurrido también debido a la apatía y el desinterés de los propios electores. Desde los años 90, tras la llegada de Fujimori al poder, se han instalado en Perú un hartazgo político y un peligroso desdén por las instituciones. Eso se ve reflejado en frases cínicas como el "Roba, pero hace obra", popular hace algunos años, un eslogan para hablar de los que son supuestamente los únicos políticos viables: corruptos, sí, pero que al menos construyen puentes u hospitales en los barrios pobres.
El movimiento sobre todo de jóvenes que se han volcado a las calles y que han sacado a Merino del poder es ahora una luz de esperanza para un país de élites envilecidas. Esas nuevas generaciones parecen haber entendido que la participación es vital y que no hay alternativa a la política: porque si uno abandona la cancha y no juega el partido, si las mejores cabezas no participan en política – ya sean de izquierda o de derecha –, los que sí lo harán serán los bribones y los corruptos.