A la Argentina solo le faltó un pasito
14 de julio de 2014La Plaza San Martín en el centro de Buenos Aires vibra. Cincuenta mil hinchas argentinos han convertido el lugar en un mar blanco y azul. Las banderas y las pancartas ondean, la multitud anima a su selección, los cantos burlones contra el contrincante retumban por todo el parque, cada minuto personas desmayadas son retiradas del lugar, el ruido y la estrechez son casi insoportables.
Hasta el minuto 113 del partido
Es como si alguien hubiera apagado la luz. Mario Götze marca un gol para Alemania y de repente la Plaza entera se desploma atónita. Durante siete minutos, los alemanes deben defender su ventaja. Lo que sucede en estos siete minutos es en verdad una lección sobre cómo es Argentina. Lentamente, como después de una caída, los hinchas del equipo albiceleste regresan: se levantan de nuevo, aplauden, tocan sus bocinas, cantan: “¡Sí se puede!”, la versión argentina del “yes, we can!” estadounidense. Los argentinos deben regresar al juego. No se rinden. Jamás.
Pero al final, el esfuerzo no es suficiente: la selección argentina pierde este épico partido de fútbol y se convierte en vicecampeona del Mundial. Mientras las cámaras de la FIFA enfocan a los ganadores –pues se trata precisamente de los ganadores–, la mitad de los hinchas argentinos permanece en el parque y le aplaude a su selección derrotada. Aplauden a la superestrella, el mediocampista Leo Messi, triste y como ausente en medio del campo. Aplauden al arquero Sergio Romero, desmoronado en el suelo, a Javier Mascherano, que busca aún las palabras para explicar lo sucedido. Los hinchas esperan hasta que sus héroes caídos han recibido las medallas por su segundo lugar.
Poco a poco, el parque se desocupa. Pero nadie se va a casa: las grandes avenidas de Buenos Aires, la Avenida del Libertador, Santa Fe, la 9 de Julio con el famoso obelisco, se llenan en cuestión de minutos. La fiesta acaba de empezar. La Avenida Santa Fe en dirección a la ciudad está cerrada para los autos. Quien logra agarrar uno de los pocos taxis que circulan esta noche, navega lentamente en medio del río de gente y queda asombrado: su equipo ha perdido la final, pero todos celebran, se alegran, cantan las mismas antiguas canciones burlonas contra la selección del Brasil, el rival por excelencia, pues al menos a él pudieron superarlo. Al menos eso.
De todos los rincones del país llegan esas imágenes. Pero Argentina no sería Argentina si al final no pasara algo: de repente, la fiesta en la que cientos de miles de personas celebran al vicecampeón mundial da un vuelco. Un grupo de vándalos destruye la unidad móvil de una emisora de televisión, vuelan piedras, y repentinamente las unidades especiales de la policía también están allí, lanzando chorros de agua a presión. Al final, setenta personas terminan en la cárcel.
Durante cuatro semanas, en Argentina la política no ha tenido casi ningún papel. Ni la inminente bancarrota estatal, ni la desenfrenada inflación, ni el vicepresidente procesado por enriquecimiento ilícito, corrupción y abuso de poder. Si el equipo argentino se hubiera convertido en campeón mundial, ninguno de estos temas hubiese estado presente en la opinión pública durante muchas semanas más. El título de campeón habría unido a este país profundamente dividido. Al menos durante un tiempo.
“Nos queda un pasito mas”, había escrito Lionel Messi en su cuenta de Facebook antes de la final. Este pasito quedó faltando. Hasta el minuto 113 del juego, los habitantes del barrio más aristocrático de Buenos Aires, Belgrano, y aquellos de los barrios más pobres, como la Villa 31, habían ondeado la misma bandera. Todo terminó después de la derrota.